Para la Liturgia, mayo pertenece siempre al tiempo de Pascua, el tiempo del «Aleluya», del desvelarse del misterio de Cristo a la luz de la Resurrección y de la fe pascual: y es el tiempo de la espera del Espíritu Santo, que descendió con poder sobre la Iglesia naciente en Pentecostés. En ambos contextos, el natural y el litúrgico, se combina bien la tradición de la Iglesia de dedicar el mes de mayo a la Virgen María.
 
Ella, en efecto, es la flor más bella surgida de la creación, la «rosa» aparecida en la plenitud del tiempo, cuando Dios, mandando a su Hijo, entregó al mundo una nueva primavera. Y es al mismo tiempo la protagonista, humilde y discreta, de los primeros pasos de la Comunidad Cristiana: María es su corazón espiritual, porque su misma presencia en medio de los discípulos es memoria viviente del Señor Jesús y prenda del don de su Espíritu.
 
En el Evangelio, tomado del capítulo 14 de san Juan, nos ofrece un retrato espiritual de la Virgen María, allí donde Jesús dice: Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él (Jn 14,23).
Estas expresiones se dirigen a los discípulos, pero se pueden aplicar al máximo grado a Aquella que es la primera y perfecta discípula de Jesús. María de hecho observó primera y plenamente la palabra de su Hijo, demostrando así que le amaba no sólo como madre, sino antes incluso, como sierva humilde y obediente; por esto Dios Padre la amó y tomó morada en ella la Santísima Trinidad.
 
De esta forma, ya antes y sobre todo después de la Pascua, la Madre de Jesús se convirtió también en la Madre y el modelo de la Iglesia.
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